Tiempo ha, trabajaba yo en la librería de segunda mano más alucinante del mundo: SKOOB BOOKS, ubicada en pleno barrio londinense de Bloomsbury. Fui librera en Londres un porrón de años, e incluso mantuve un blog, ya extinto, en el que desgranaba mi día a día libresco, con sus cajas de libros, sus clientes bizarros (¿tienen alguna sección sobre animales con prótesis?), sus mercadillos y, por encima de todo: la compra en directo de las bibliotecas particulares de la gente.
Más o menos, solía suceder de la siguiente manera: alguien se moría (o se mudaba, o necesitaba ganar algo de espacio en su hogar) y algún familiar nos llamaba para deshacerse de la colección de libros del susodicho difunto. Y ahí entraba yo. Presta y veloz, al ser la única entre mis compañeros que disponía de carnet de conducir, me introducía en la furgoneta de la librería y acudía a todos los rincones de la capital inglesa dispuesta a tasar libros y más libros, al vuelo. Llegué a ser una verdadera experta y, tras un simple vistazo, sabía cuántas libras podría llegar a desembolsar. A veces, las personas que vendían aceptaban mi oferta; otras, no. Pero casi siempre decían que sí: los británicos tendrán sus pegas, pero nada les gusta más que volver a dotar de vida cualquier objeto, a tenderos no los gana nadie.
Además de la responsabilidad de blandir yo misma la libreta de cheques de Skoob, de conocer hasta el último paraje inhóspito —pero con libros— de Londinium y de haber accedido a casuplones de morirse de envidia, lo más bonito de mi trabajo, sin duda, era ser la primera en enfrentarse a diario a miles de libros nuevos. Resultado: me lo pido, me lo pido, me lo pido…
Y en una de estas infinitas cajas me topé con un título curiosón que no había visto en mi vida, "Fisher’s Hornpipe", de la colección King Penguin y firmado por un tal Todd McEwen. La contra me sedujo sobremanera, y en Wikipedia no logré encontrar demasiada información acerca del autor. Conclusión: a leer tocan.
Lo empecé inmediatamente, y desde el primer instante me sedujo su puntuación loca, el comienzo magistral en el que un tipo se cae y se abre la crisma al golpearse contra el hielo de la laguna Walden… ¡porque cree haber visto a Thoreau tratando de comunicarse con él desde el otro lado de la placa helada!, el personaje de Frándorgon, la casa de los hippies, donde puedes acabar engullido por el monstruo de la calceta y, una y mil veces, su protagonista, William Fisher, violinista incapaz y defensor acérrimo del minimalismo vital.
Seguí leyendo, y mis carcajadas en ocasiones eran comparables a las que soltaba mi hermano hace años encerrado en el cuarto de baño mientras leía Mi familia y otros animales, o Mortadelo y Filemón.
Lo devoré en un santiamén, se lo envié a Darío Ochoa, director de Automática Editorial, que lo leyó también sin dar crédito al tesorazo que teníamos entre manos. Enseguida procedimos como locos a comprar los derechos de traducción al español. Lo tradujimos, lo corregimos (Ángela Egúzquiza, diosa), encargamos la portada a Jon Juárez, lo mandamos a imprenta y el resto, ya saben, colocación escasa, devoluciones tempranas, pero poco a poco el libro ha ido calando, y defensores exaltados no le faltan.
Desde el primer momento, nuestra comunicación con Todd ha gozado de una fluidez exquisita, y no podemos aguantarnos las ganas de por fin conocerlo en persona, en el Primera Persona 2015.
Todos los libros tienen su descubridor, y, está mal que yo lo diga, pero la cadena que propició que los lectores en español pudieran leer "Fisher’s Hornpipe" traducido, empezó por mí (obviando a su autor y al buen saber hacer de la editorial británica, faltaría más). Nosotros lo titulamos "Boston. Sonata para violín sin cuerdas" porque el título original procede del verso de una canción muy popular allende el Canal de la Mancha, intraducible. Mención especialísima a nuestro traductor, Enrique Maldonado Roldán, que hizo un trabajo colosal.
Más o menos, solía suceder de la siguiente manera: alguien se moría (o se mudaba, o necesitaba ganar algo de espacio en su hogar) y algún familiar nos llamaba para deshacerse de la colección de libros del susodicho difunto. Y ahí entraba yo. Presta y veloz, al ser la única entre mis compañeros que disponía de carnet de conducir, me introducía en la furgoneta de la librería y acudía a todos los rincones de la capital inglesa dispuesta a tasar libros y más libros, al vuelo. Llegué a ser una verdadera experta y, tras un simple vistazo, sabía cuántas libras podría llegar a desembolsar. A veces, las personas que vendían aceptaban mi oferta; otras, no. Pero casi siempre decían que sí: los británicos tendrán sus pegas, pero nada les gusta más que volver a dotar de vida cualquier objeto, a tenderos no los gana nadie.
Además de la responsabilidad de blandir yo misma la libreta de cheques de Skoob, de conocer hasta el último paraje inhóspito —pero con libros— de Londinium y de haber accedido a casuplones de morirse de envidia, lo más bonito de mi trabajo, sin duda, era ser la primera en enfrentarse a diario a miles de libros nuevos. Resultado: me lo pido, me lo pido, me lo pido…
Y en una de estas infinitas cajas me topé con un título curiosón que no había visto en mi vida, "Fisher’s Hornpipe", de la colección King Penguin y firmado por un tal Todd McEwen. La contra me sedujo sobremanera, y en Wikipedia no logré encontrar demasiada información acerca del autor. Conclusión: a leer tocan.
Lo empecé inmediatamente, y desde el primer instante me sedujo su puntuación loca, el comienzo magistral en el que un tipo se cae y se abre la crisma al golpearse contra el hielo de la laguna Walden… ¡porque cree haber visto a Thoreau tratando de comunicarse con él desde el otro lado de la placa helada!, el personaje de Frándorgon, la casa de los hippies, donde puedes acabar engullido por el monstruo de la calceta y, una y mil veces, su protagonista, William Fisher, violinista incapaz y defensor acérrimo del minimalismo vital.
Seguí leyendo, y mis carcajadas en ocasiones eran comparables a las que soltaba mi hermano hace años encerrado en el cuarto de baño mientras leía Mi familia y otros animales, o Mortadelo y Filemón.
Lo devoré en un santiamén, se lo envié a Darío Ochoa, director de Automática Editorial, que lo leyó también sin dar crédito al tesorazo que teníamos entre manos. Enseguida procedimos como locos a comprar los derechos de traducción al español. Lo tradujimos, lo corregimos (Ángela Egúzquiza, diosa), encargamos la portada a Jon Juárez, lo mandamos a imprenta y el resto, ya saben, colocación escasa, devoluciones tempranas, pero poco a poco el libro ha ido calando, y defensores exaltados no le faltan.
Desde el primer momento, nuestra comunicación con Todd ha gozado de una fluidez exquisita, y no podemos aguantarnos las ganas de por fin conocerlo en persona, en el Primera Persona 2015.
Todos los libros tienen su descubridor, y, está mal que yo lo diga, pero la cadena que propició que los lectores en español pudieran leer "Fisher’s Hornpipe" traducido, empezó por mí (obviando a su autor y al buen saber hacer de la editorial británica, faltaría más). Nosotros lo titulamos "Boston. Sonata para violín sin cuerdas" porque el título original procede del verso de una canción muy popular allende el Canal de la Mancha, intraducible. Mención especialísima a nuestro traductor, Enrique Maldonado Roldán, que hizo un trabajo colosal.