Escribir es un juego. Consiste en averiguar hasta dónde puedes llegar. Soy tímida. Cada vez que publico algo, aunque sea un tuit, tengo ganas de acurrucarme en una caja de cartón tras haber desconectado el WiFi, el teléfono y de haber clavado cinco tablones en la puerta de mi casa. No creo que nadie se atreva a expresar realmente lo que piensa, y desde que existe internet, menos aún. Pero en eso consiste el juego.
Mi padre compró la primera videocámara en 1988. Se pasaba el día grabándonos. Entonces éramos un poco pijos y yo, muy repipi. A mi madre no le gustaba ver lo que mi padre había grabado, porque decía que alteraba sus recuerdos. Ver lo que acababa de vivir apenas unas horas antes hacía que se diera cuenta del paso del tiempo.
Yo odiaba verme a mí misma. Una cosa es hacer el payaso y otra, observar cómo haces el payaso. Exponerme me da igual. Estar expuesta, no tanto. Porque entonces tú ya no eres tú, y pasas a ser la imagen que los demás tienen de ti. Y no te queda más remedio que aceptarla.
En la era de la exhibición, intentamos controlar esa imagen. Nos obligamos a ser ingeniosos en las redes y a estar guapos en los selfies. Demostramos que nos lo pasamos bien, vivimos en un lenguaje feliz de amigos y seguidores y me gusta. No escribes ni piensas lo mismo cuando sabes que lo que escribes y piensas va a salir publicado. Tampoco actúas de la misma manera frente una videocámara.
Y es paradójico que lo que quede de ti sea ese yo ficticio. El grabado, el que está por escrito, el fotografiado. Tu representación, en definitiva.
Peor es para tu familia. Cuando escribes sobre ellos, los expones sin permiso y sin que puedan controlarlo.
Me da vergüenza enseñar cómo era a los once años porque, en el fondo, sigo siendo la misma: igual de medio pija, igual de repipi, imponiendo mi protagonismo sobre el de mis hermanos. Igual de ridícula y sobreactuada. Pero en eso consiste el juego: en averiguar hasta dónde soy capaz de mostrar, mientras mi yo auténtico –o al menos el tímido– permanece escondido en una caja de cartón.
PD. En 1989 mi padre compró el primer VHS. Iba con dos cintas de regalo. Una era: Los mejores momentos de James Bond. El otro: Los hits musicales de 1988. Y ahí estaban las Bangles, Europe, Wham! Rick Astley, y la prueba de que entonces no existía la vergüenza.
Carlos Pardo, Mar Coll, Llucia Ramis y Miguel Ángel Ortiz, cuatro artistas narradores, nos abren las puertas de la mansión familiar en Coses de casa, el viernes 8 de mayo en el CCCB. 22:15h
Mi padre compró la primera videocámara en 1988. Se pasaba el día grabándonos. Entonces éramos un poco pijos y yo, muy repipi. A mi madre no le gustaba ver lo que mi padre había grabado, porque decía que alteraba sus recuerdos. Ver lo que acababa de vivir apenas unas horas antes hacía que se diera cuenta del paso del tiempo.
Yo odiaba verme a mí misma. Una cosa es hacer el payaso y otra, observar cómo haces el payaso. Exponerme me da igual. Estar expuesta, no tanto. Porque entonces tú ya no eres tú, y pasas a ser la imagen que los demás tienen de ti. Y no te queda más remedio que aceptarla.
En la era de la exhibición, intentamos controlar esa imagen. Nos obligamos a ser ingeniosos en las redes y a estar guapos en los selfies. Demostramos que nos lo pasamos bien, vivimos en un lenguaje feliz de amigos y seguidores y me gusta. No escribes ni piensas lo mismo cuando sabes que lo que escribes y piensas va a salir publicado. Tampoco actúas de la misma manera frente una videocámara.
Y es paradójico que lo que quede de ti sea ese yo ficticio. El grabado, el que está por escrito, el fotografiado. Tu representación, en definitiva.
Peor es para tu familia. Cuando escribes sobre ellos, los expones sin permiso y sin que puedan controlarlo.
Me da vergüenza enseñar cómo era a los once años porque, en el fondo, sigo siendo la misma: igual de medio pija, igual de repipi, imponiendo mi protagonismo sobre el de mis hermanos. Igual de ridícula y sobreactuada. Pero en eso consiste el juego: en averiguar hasta dónde soy capaz de mostrar, mientras mi yo auténtico –o al menos el tímido– permanece escondido en una caja de cartón.
PD. En 1989 mi padre compró el primer VHS. Iba con dos cintas de regalo. Una era: Los mejores momentos de James Bond. El otro: Los hits musicales de 1988. Y ahí estaban las Bangles, Europe, Wham! Rick Astley, y la prueba de que entonces no existía la vergüenza.
Carlos Pardo, Mar Coll, Llucia Ramis y Miguel Ángel Ortiz, cuatro artistas narradores, nos abren las puertas de la mansión familiar en Coses de casa, el viernes 8 de mayo en el CCCB. 22:15h