Durante años compré libros por su título o portada. Me estrellé con doce años con una edición de Bruguera de Si te dicen que caí, en sus primeras cincuenta páginas. Recuerdo a mi padre –que no entendía que me diera por los libros- cogiendo el ejemplar, y al comprobar que era Marsé, en cierto manera para él, uno de los nuestros –taxista, derrotado, charnego-, no haciendo ningún comentario, como dándome la bula para seguir leyendo. Pero abandoné el libro. No volví a Marsé hasta muchos años después. Cuando leía a Casavella, y había quien citaba a aquél como referencia. Ronda del Guinardó me pareció una joya. Sin solución de continuidad El embrujo de Shangai me ganó para la causa. Aún es mi favorito. Me imaginaba al escritor como un personaje de western de las películas de los sábados por la tarde. Alguien no muy locuaz. De palabras justas. Un tipo honesto. Alguien que te daba lo que tenía sin hacer trampas o mover las pulseras para que te distrajeras con la musiquita y no con la trama o de qué estaban hechos los personajes. Me gustó la ternura. El aroma a traición que el mundo adulto ejerce sobre la infancia. Esos niños feroces, mentirosos, irreductibles. Esos adultos que desaparecen, que nadie sabe realmente a dónde han ido a parar. Un día volveré creo que fue la siguiente y es más que obvio que cuando escribía Yo fui Johnny Thunders la tenía en mente. Me lo acabé leyendo todo. De las últimas, Si te dicen que caí. Entendí la voladura de cabeza de mis doce años, claro.